enero 20, 2009

mensaje en la botella (lanzada al mar el 30/11/2007)

Llevo 1 mes y 10 días en esta ciudad. No que no me encantase la idea de seguir aquí. Por muchos motivos que no el aburrimiento y la furia contenida, todo me salio como el culo. Maletas yendo y viniendo de hostales a hostales, llegando a lo más profundo del submundo, un habitáculo de 3x3 con una mesita redonda y triste, marcada por otros que allí estuvieron de paso, un paso más feliz o igualmente desgraciado que el mío.  A la mesa triste, la cubre un plástico deprimido con un agujero provocado por la brasa de un pitillo distraído, presunta brasa que perforó, simultáneamente, la colcha, la sábana y la manta. 
Mientras pensaba en éstas gentes que por allí estuvieron, me comía una ensaladilla de lata. En este día tampoco me tocó la buena suerte. El simple hecho de no encontrar el tenedor que decía, venía en el envase, puso todo más decadente en aquella cena fría. Fria por la ensaladilla, fría por la falta de mis ilusiones, por el fin de las carícias..., hasta la cariñosa espuma de las ondas en la playa de Riazor  me daban sus espaldas.
41 días entre espasmos de risa y llanto, noches más frías que ensaladas sin tenedor con la cabeza reposada en el hombro de quien, en aquel entonces, era mi novio. Le hablaba de morriña, de las ganas que tenía de tirarme al mar. Mis carnes tan podridas como mi estima no servirían ni a los tiburones. Ni una gaviota se aprovecharía de mis restos. No dejaría grandes recuerdos.
Algo sí cambió y fue que me quedé sin novio. Y, desde lo alto de mi castillo, contemplo las últimas vistas que guardo de esta ciudad antes de bajar 6 plantas con una maleta y un cuaderno de apuntes. Vacío. Vacía yo y mis entrañas.

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